viernes, 4 de diciembre de 2009


Quizas bastaba respirar...
Estoy nerviosa. Escribo esto y noto un cosquilleo en los dedos, como si lo que va a salir de ellos fuera tremendamente importante. Una amiga me ha mandado un email. Y sus palabras han provocado una cascada de reacciones en mí. Le contesté, un texto largo y profundo, salido del corazón. Pero en el último instante mi pie apretó sin querer el botón de apagado en el ordenador y todo se fue al traste. ¿Quería el destino -o la casualidad- que compartiera todo eso que he visto con vosotros, en vez de reservarlo para ella?
Últimamente he pensado mucho en algo: como nos complicamos la vida. Es un pensamiento que se me viene a la mente una, y otra vez, y otra vez. Intento escapar de ese patrón, de esa tendencia loca que tenemos todos a hacer lo simple complejo y oscuro. Pero no puedo. Pensándolo me digo que la complicación es una trampa en la que caemos todos con los años, o eso parece. Cuando somos niños nuestra mente está abierta y libre, pero según crecemos la vamos llenando de estructuras, de complejas visiones de cómo deben o no deben ser las cosas. Construímos ahí un puzzle, como esos que tienen los críos en los que hay que encajar círculos y triángulos. Cogemos nuestras experiencias y nos esforzamos por meterlas en esos huecos, en los espacios de lo que ya teníamos previsto, de lo que debe ser. Y en algún momento del proceso, vivimos más en nuestras mentes que en la tierra que pisamos.


Me viene a la cabeza una escena. Chico, chica, abrazos infinitos en el portal. Los dos se agarran muy fuerte, sus cuerpos se aprietan hasta casi cortar las respiración, no se quieren soltar porque saben que entre los dos flotan como murciélagos miles de sombras, de dudas, de complicaciones. Quizás ni siquiera existen, pero están allí, en sus mentes, sobre sus pieles. Y cuando no están abrazados vuelan entre los dos, separándolos cada vez más y más. Son miles de motivos invisibles, una barrera cada vez más alta. Es difícil describirla, pero a ellos les gusta llamarla futuro. No pueden ser felices porque no ven claro el futuro.
¡Cómo nos gusta jugar a los adivinos! A veces tengo la impresión de que vivimos más en ese futuro que mentalmente proyectamos que en el mismo presente. ¿Qué ha sido de esos tiempos en los que vivíamos al día, de cuando eramos niños y no existían los meses, las semanas, ni más expectativas que disfrutar aquí y ahora de un juego, un beso, un abrazo o un helado? Sin juzgar. Sin pensar. Sin centrifugar cada momento una y mil veces en nuestra loca cabeza, dejándolo girar ahí, hasta destrozarlo, convirtiendo un pedazo de vida en algo masticado y aplastado por los delirios de nuestra mente y sus razonamientos.
A veces intuyo con casi total seguridad, que en realidad, complicarse buscando soluciones no tiene razón de ser porque todo es muy simple. El secreto, la respuesta al dilema sea el que sea, creo, no debe ser complicada, sino pasmosamente simple, como todo lo lógico. Y si es así, más vale que despertemos ahora. No sea que, mayores y viejos, descubramos demasiado tarde que quizás bastaba respirar. Sólo respirar. Que hemos perdido el tiempo.

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